Anturia
I
Esa noche,
decidió descansar en la costa del lago. Llevaba algunos libros de historia de
la comunidad y empezó con uno antiguo que decía:
“Aprendimos a hacer nuestros instrumentos
con la misma sustancia que nos provee de alimento: el agua. Comprendimos que un
orden llevado al extremo produciría el peor caos imaginado y, por esa razón,
establecimos, el orden del continuo cambio.”
Sil recordó que este nuevo orden era resultado de haber logrado una armonía entre
diferentes ritmos de la naturaleza y que ahora, como a ella le gustaba decir,
la relatividad unida a la intuición era el hilo de plata que guiaba su mundo.
Sabía que cuando sentía una tristeza o una
alegría, era la naturaleza la que sentía. Pensó que ahora a raíz de esos
cambios, las casas se construían de
forma circular para dejar libre todo lo que no estuviera constituido por sustancias
concretas: las ideas y el mismo aire y que, para mantener el orden del continuo cambio, y alterar lo menos posible los sentidos, las casas se
pintaban de los mismos tonos con que la naturaleza había pintado su mundo.
Cientos de azules diversos como en ningún
otro mundo se preocupó por inventar, daban color a un mundo que, para un
observador extra planetario, serian todos iguales.
Estar
sola y en silencio, en las costas del lago era uno de sus actividades. Así podía
practicar el difícil arte de mantener el silencio, tanto de palabra como de
pensamiento, y por eso, cierta gracia particular era parte suya.
Esta forma de ser también la
librara de la preocupación por las confusiones de palabra o de acto ya que muchas
veces, el silencio hacía que todo quedara resuelto.
Los animales de Anturia, al
pueblo de Sil, los miraban con atenta curiosidad, observaban su hablar en los
momentos justos, sus alegrías, que,
algunas veces, por medio de la risa, los elevaban hasta cierta sensata altura.
Pero no quisiera crear una
falsa idea: a cualquier habitante de este mundo, uno le encontraría cientos de
defectos.
En Anturia existía un dicho:
“La música es mejor que cualquier silencio”. Cosa que contradecía sus principios
de base. Esto sucedía porque no habían reparado que, por estar adaptados fuera
del agua, tenían oídos acostumbrados a una atmósfera distinta.
Sil conocía las estrellas
principales,
sabía que cada energía tiene su color, y que cada color tiene su sonido,
algunas noches, con el espectrómetro musical de su novio Agmo, y con su
conocimiento de la amabilidad de frecuencia, estudiaba las variaciones de luz y
sonido.
Anturia no contaba con naves espaciales. Sil sabía que algún día irían a visitar
los cielos estelares. No había prisa por ello. Cuando fuese necesario, como una
gran comunidad, emprenderían el largo viaje.
Recorrió las páginas llenas
de dibujos del antiguo libro y continuó leyendo: “Desde muy temprano, los
sabios habían predicho que no eran los únicos que habitaban mundos. Ellos
decían que en cada estrella debe de existir un mundo. Con respecto al color de
su estrella, creían que, por estar tan cerca, no podían admirar su hermoso azul
claro, sólo visible desde la lejanía, y cuando el tiempo dijera que el
momento de viajar había llegado, los sabios afirmaron que uno de los motivos
sería ver desde lejos, el bello color de su estrella.
Cerró el libro y se puso a observar los
bosques que contrastaban con el firmamento nocturno.
Eran obra de los jardineros y agricultores
que, preocupados en no alterar el medio, a veces, provocaban un alboroto por un
incendio o un árbol muerto. Pensó que los jardineros, como cualquiera en su
mundo, creían en la existencia de una energía que todo lo une. Desde las
moléculas de sus cuerpos hasta las estrellas con lo creado.
“Mucho tiempo atrás, ellos y los
agricultores intentaron comprender las intenciones de esta energía amorosa, y
no tardaron mucho en saber que el reino de las plantas estaría feliz de ocupar
todas las extensiones de Anturia.”
Sil se recostó y sonrió ante esa idea.
La superficie de su mundo montañoso cumplía
aquel antiguo deseo, pues estaba cubierta de árboles y demás creaciones del
reino vegetal.